De la correspondencia con Magali Sanchez Vera, "Buscando el color."
En 2009, Magali me decía:“El tejer se ha vuelto tan inseparable de mi vida que a veces no siento que haya límites entre la realidad exterior y la realidad que vivo entre las tramas y urdimbres, en mi pequeñísimo taller sobre la azotea de mi casa, donde me acompañan mis perros y gatos, y apenas entran mis hijas porque la soledad y la música son lo que busco, en este barrio viejo y gris, cercano al puerto.”
... Pero algunas cosas quedan como prendidas en el aire del taller, y tengo la impresión de que si no me las saco de encima, quedarían flotando hasta subir y frenarse en la claraboya, así que es mejor ir limpiando el ambiente de tales neblinas.
Cuando empecé este tapiz, marzo del 2003, fue casi
“demasiado” sobre ruedas. El cartón me costó un poco, pero en los calurosos
días de febrero se resolvió con unas pocas y caseras fotos, y una ampliación
parcial en mala impresión y peor papel. Lanas, prácticamente sin comprar, la
idea era utilizar todas las existentes porque están demasiado viejas y llenas
de recuerdos y significados, así que llegó el momento de emplearlas para darles
el verdadero lugar. Lanas heredadas del Maestro, de Soto, lanas rescatadas de
prendas viejas de la familia, con el recuerdo de las manos grandes de mi tía y
nudosas de mi madre, una deshaciendo la manga o el cuello de aquel buzo con ese
marrón tan único; la otra ovillando y formando ese huevito tan perfecto entre
sus manos, nunca una esfera como hace todo el mundo… y el mate interrumpiendo
la tarea, y la radio sonando allá al fondo. Lanas traídas de Bolivia, mezcladas
a las que fueron y volvieron, lanas teñidas a mano con mis alumnas aymaras,
lanas compradas en el Alto, asomando en bolsas gigantescas donde casi
semanalmente yo hundía mi cara para impregnarme de su olor y terminaba acostada
entre ellas, de cara al cielo y rodeada por la risa de las cholitas. Siempre
bajaba con algún color distinto entre los brazos, un día era alpaca, otro
oveja, otro vicuña. Eran colores naturales, cada uno distinto al otro por
pequeños matices de arena, marrón, negro, gris. Cada uno con su olor, con su
peso y sus abrojos y pajitas pegadas. Y las recorridas por el Centro, comprando
los ovillos teñidos en Perú y devueltos a La Paz, verdes, mostazas, marrones y
más marrones. El negro con mezcla de gris y el gris con mezcla de negro. Los
ovillos carísimos, de alpaca casi sin olor, y con un peso enorme, y al tacto,
parece que siempre están húmedos, pero de una humedad extraña, no mojada. Y es
el aceite natural, la grasa del vellón. Uno los aprieta y parece que estuvieran
rellenos, pero casi no se puede hundir los dedos en ellos. La vicuña en cambio,
esponjosa, muy cardada, sutil, volátil, tenue, para pensar en una tierra de
horizonte, en un camino a la distancia. La oveja, siempre fiel y más rústica,
de colores infinitos, de grosores de todo tipo, mezclada a sintéticos, pura,
torneada, junto a hebras distintas. Marcas, tamaño, colores, todo es variedad.
La oveja siempre pierna. Los sintéticos,
no queridos por mí pero siempre a mano por si falta un color intermedio, una
hebrita para ese degradé que se vuelve difícil. Y el algodón! El peruano, sin
duda el mejor, suave pero firme, muy torneado pero moldeable, de tintas
insospechadas hasta hace pocos años. Accesibles. El brasilero más mercerizado,
el chileno más basto. En fin, materiales que me acompañan desde hace treinta
años, que se van acumulando porque más de dos metros ya es guardable. Y que en
el momento de elegir para esta pierna o aquel pedazo de cielo, se van abriendo
de las bolsas y cayendo sobre el piso, sobre una sábana blanca para hacer más
neutral el fondo. Y allí empiezan a asomar: este ovillito usó el Maestro en “el
Nido del Faisán” su mejor tapiz. Este rosadito lo usé en los pies del
“Ala-Oso”. Éste me sobró de una reproducción para Ernestina, y este verde era
de Gracia Cutuli. Empiezo a leer en las lanas los tapices reproducidos para
juntar dinero y comprar mi telar. Las reproducciones de los Mancebo, que salían
los bocetos de la cárcel a mi casa, y de allí convertidos en grandes
Constructivos para Suecia. Mis propios tapices, dejando cada espacio tejido,
una pequeña o gran huella de lana atrás. Algunas, compradas con la esperanza de
ser el color perfecto y después descartadas, así que estaban intactas, en
buenas cantidades. Otras, dejando pocos metros porque se gastó toda o porque
había muy poquito. Estelas como telarañas que se cuelgan de las tramas tejidas
y hoy se arrastran ante mis ojos, trayendo cada una su pedacito de historia.
Uno mete la mano, revuelve, se deja convencer por puñados de colores, todos
prometen dar ese que tengo en la cabeza, exacto. Los tanteo, los huelo, los separo.
Después… viene la urdimbre mandando y descartando. De los puñados quedan apenas
cuatro o cinco, allí, sobre mi falda. El resto descartado se va amontonando
alrededor, en desorden, para en algún alto al tejido, devolverlos a sus
respectivas bolsas y naftalinas, prometiéndoles que “la próxima vez…”.
Y empieza a acercarse el color, nunca va a ser exacto al
imaginado, pero algo se acerca, unas veces más que otras. Empiezo a probar las
mezclas, a des-hacer las hebras, a des tornearlas, porque a veces están
formadas por dos, pero se llega a seis o siete pequeñísimos cabos que uno va
desgajando entre los dedos y dependiendo de la textura, se rompen a los veinte
centímetros o permiten llegar a una gran hebra de un metro. Mezcla de cabitos,
de hebras enteras, para formar una viable de ser tejida, a veces entran cinco o
más colores. Y al final, después de pruebas y destejidas, allí está. Ese color,
que de repente hace un centímetro y se retira para siempre, y nos costó desde
el abrir las bolsas hasta el torneado personal de la hebra inventada. Y ya
está. Ahora el proceso de vuelta, hay que inventar el segundo color. Y así
sucesivamente, son cientos y cientos de invenciones casi siempre ocultas a los
ojos posteriores. Solamente válidas para quien está en la búsqueda desesperada
de ese tono que se resiste. Simplemente una veta de escasos centímetros en la
totalidad de más de dos metros. Pero imprescindible, sin ella no venía la paz.
A veces me doy cuenta que el tiempo que se pone en formar
hebras inventando colores, es mayor que el tiempo de tejido. Por qué esa manía
mía de tener una paleta gigantesca, una orquesta sinfónica de colores, y no
contentarme con ellos, ir a los derivados, a esas invenciones casi infinitas,
para hacer centímetros ¿perceptibles para alguien que no sea yo? Si Sosa teje con diez colores y Soto tejía
con veinte, y lograban lo mismo o más todavía, por qué esa necesidad mía de
apoyarme tanto en lo “oculto” del tapiz?
No lo sé, pero tampoco me propuse nunca cambiarlo. Mejor dicho, nunca
podría tejer de otra forma, eso está clarísimo. Ese hacer las hebras con mi
método, tal vez sea el preámbulo necesario para pasar de este mundo concreto de
la materia a ese mundo irreal de la ilusión que promete cada tapiz. Mientras
mis dedos manejan las lanas, mis ojos tratan de mirar para adentro y ver lo que
estoy pronta a empezar, y tener claro la meta. Sólo para no llegar, obvio.
Porque esto de tejer es como la utopía de Galeano. Sirve para volver a empezar,
para seguir cada vez.
Me di cuenta un poco de esto el sábado, de tarde. Mate recién hecho. Un concierto de Rachmaninof, sol estable por la claraboya, el bunker solitario, silencioso y en penumbras. El taller como un fogón en plena actividad. El canasto gigante de marrones ya a mis pies, y yo mirando las lanas, me sonreí pensando “qué tarea más linda: de esta cantidad de hebras sueltas, de tan variados colores, tengo que construir un violín. Así nomás, como suena. Un violín, creíble, para Isabel que está sentada en el muro del Blanes esperándolo, y para quien lo vea después. De lanas construir madera… Linda tarea.”
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La niña y el unicornio. El Oído. Para Isabel |